Armas de fuego

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En enero de 1993, casi recién llegado a Charlottesville, en Virginia, fui a un WallMart o K-Mart a comprarme una bicicleta. Yo no tenía coche ni sabía conducir, y aunque mi apartamento no estaba lejos del campus era como un paralítico en aquellos lugares en los que ha desaparecido la posibilidad de ir caminando a los sitios. Todo eran bosques, autopistas, shopping malls, zonas residenciales de casas con jardín, distancias impracticables. El downtown, el antiguo centro de la ciudad, consistía en una calle de edificios de una o dos plantas, unos restaurados y otros abandonados, y rodeados de aparcamientos enormes. Recuerdo un viejo cine  con su letrero vertical art-déco, y con la puerta y las ventanas tapiadas.

Andaba curioseando por aquel almacén inmenso -en esa época esos centros comerciales no eran tan frecuentes en España – y al buscar la zona de las bicicletas pensé por un momento que había llegado a la de juguetería: anaqueles con escopetas, revólveres, pistolas, fusiles con mira telescópica. Pensé que eran juguetes porque estaban envueltos en  moldes de plástico duro y transparente que les daban un brillo como de objetos de regalo.

Pero no eran juguetes. Eran fusiles, escopetas, pistolas, revólveres de verdad. Los trámites para comprar cualquiera de ellos eran más simples que para llevarse una bicicleta. En la carretera hacia Charlottesville había cada pocos kilómetros una tienda de venta de armas. Como tenían en la parte de atrás galerías de tiro se escuchaba siempre al pasar un petardeo de disparos. El gobernador, demócrata, que fue derrotado poco después, estaba intentando que la legislatura del estado aprobara una medida que no llegó a prosperar: que una persona no pudiera comprar más de un arma automática al mes.

Me acuerdo de los anuncios que hacía Charlton Heston, ya muy viejo y ridículo, con un penoso peluquín, para la NRA, la Asociación Nacional del Rifle, el grupo de presión tan rico y tan poderoso que ha bloqueado hasta los intentos de prohibir la venta de armas automáticas a las personas con trastornos mentales, o de crear un registro federal. El ex Cid y ex Moisés miraba a la cámara y aseguraba que nadie le arrancaría su rifle, ni siquiera de sus manos muertas y heladas: “Not even from my cold dead hands”. 

Ahora habrá un cierto barullo durante unos días, y todo seguirá igual. De eso se encargan los fabricantes, los abogados de la NRA y los senadores y congresistas que dependen de sus donativos para seguir ganando elecciones. Para un número asombroso de gente(que afortunadamente para mí tiende a estar fuera de la isla de Manhattan) es una cuestión de patriotismo: el ejercicio del derecho constitucional a llevar armas.